Opinión por Tomás Silvano, estudiante de Ciencia Política de la UNVM.
El 29 de mayo Brasil vió como sus calles se llenaban de rostros furiosos y cánticos de protesta contra el gobierno de Jair Bolsonaro. En un contexto marcado por la inacción frente a la pandemia y el aumento de la pobreza, el pueblo brasilero decidió movilizarse.
En contexto
A nivel mundial, Brasil ocupa el segundo lugar en cuanto a muertes (más de 450.000 fallecidos) y el tercer lugar en cuanto a contagios (con más de 16 millones). Estas cifras no son sorpresa si uno analiza la posición adoptada por el presidente Jair Bolsonaro: la subestimación del virus y la inacción gubernamental ante las necesidades de un pueblo golpeado por una grave crisis humanitaria.
Bolsonaro ha tendido a oponerse a toda medida de confinamiento y restricción de la movilidad aludiendo a los impactos que éstas pueden tener en una economía con un alto porcentaje de trabajo informal. Esta postura también se ve presente en su discurso “negacionista”, en la constante recomendación de utilizar medicamentos no recomendados por la comunidad científica y en trasladar la responsabilidad de la gestión de la crisis a los gobiernos estaduales y locales.
Los resultados de esta política de la indiferencia ha sido el colapso del sistema sanitario de Brasil. La economía, lejos de verse beneficiada por la irrestricción, también ha sufrido grandes impactos traducidos en un aumento del desempleo (que alcanzó el 14,7%) y la pobreza (la pobreza extrema llegó al 12,8%). Lo sanitario, lo económico, y la postura adoptada en términos políticos derivó en una fuerte caída de la popularidad de Bolsonaro (cayó al 24%, el nivel más bajo desde el inicio de su mandato).
En este panorama, partidos opositores, movimientos sociales, estudiantes, sindicatos y ciudadanos particulares decidieron movilizarse bajo consignas como “fuera Bolsonaro” y “Bolsonaro genocida”. Los reclamos de estos cientos de miles de brasileños y brasileñas se centraron en la crítica ante la gestión sanitaria de la pandemia, en el aumento de la ayuda de emergencia (una asignación de R$600 destinada a paliar la situación de las familias de bajos recursos durante la pandemia), y en el pedido de un juicio político.
Las marchas del llamado #29M implicaron la movilización de cerca de 500.000 personas en 200 ciudades. En la mayoría de los casos, a pesar de la presencia de efectivos policiales, la jornada fue de relativa tranquilidad. Aunque en ciudades como Recife, capital de Pernambuco, la policía militarizada reprimió con gases lacrimógenos.
A su vez debemos comprender que estas protestas son la contracara de las movilizaciones promovidas por sectores allegados a Bolsonaro de hace unas semanas. En las mismas, los manifestantes rechazaban las medidas restrictivas aplicadas por los gobiernos locales y estaduales, quienes asumieron la gestión de la crisis ante la negativa del gobierno federal.
Por lo que podemos observar una tendencia a la polarización hacia dentro de la sociedad, entre aquellos que siguen manteniendo el apoyo al presidente, paladín de la derecha latinoamericana y de la lucha contra las políticas que “restringen la economía”, y aquellos que comprenden la necesidad de terminar con el gobierno del ultraderechista.
El escenario político, la lucha y el futuro
La marcha del #29M puede ser el inicio de un año marcado por la movilización social en nuestro país vecino, de hecho se ha convocado a una nueva manifestación para el 19 de junio bajo el lema “el Pueblo en la calle Fuera Bolsonaro”.
En el próximo mes se espera que los miles que han participado en mayo se multipliquen, se espera que la participación bajo la consigna de “¡abajo el Gobierno de Bolsonaro!” implique millones. Queda esperar la reacción tanto de la población como del propio gobierno.
Los organizadores han reiterado la necesidad de manifestarse con tapabocas e intentando mantener cierta distancia. El miedo a la tercer ola de contagios no ha sido impedimento para la protesta. La lucha frente a la desidia gubernamental en el actuar durante la pandemia ha sido más fuerte.
Por otro lado, no podemos olvidar una cuestión fundamental: el 2022 es año de elecciones presidenciales en Brasil, y quien volvió no es más ni menos que Luis Inácio “Lula” da Silva.
El expresidente había sido juzgado y condenado en 2018 por el juez Sergio Moro en un contexto de dura persecución donde se impuso el llamado lawfare. Tras 580 días en prisión, fue liberado en noviembre de 2019. En marzo de este año, el Supremo Tribunal Federal de Brasil anuló todas las condenas del exmandatario aludiendo a la parcialidad con la cual había procedido Sergio Moro, lo que implica una recuperación de los derechos políticos de Lula da Silva y la posibilidad de presentarse en elecciones.
En los últimos sondeos, donde se mide al actual mandatario en una contienda electoral con “Lula”, se observa una diferencia de casi 20 puntos a favor del líder del Partido de los Trabajadores. Según una encuesta publicada por Datafolha, Lula superaría a Bolsonaro por 41% a 23%.
El panorama para el actual gobierno no es el mejor. La imagen se ha desplomado, los índices económicos no son los esperados, la situación sanitaria es crítica, y el pueblo ha tomado la calle. Por otro lado, Lula ha tendido puentes con diversos sectores y se presenta como el gran candidato a ser el próximo presidente de Brasil en el próximo año.
Bolsonaro representó (y representa) uno de los puntos altos del giro hacia la derecha en Latinoamérica. Su discursividad y sus actos fueron aplaudidos por numerosos líderes políticos y militantes de la derecha en nuestro continente y en otras partes del mundo. Pero la pandemia y la crisis social, económica y sanitaria que ella trajo aparejada, desnudó un modelo basado en la exclusión y la persecución del otro, permitiendo ver su cara más deshumanizada. Aquella cara que pone la productividad por encima de la vida de sus compatriotas y que niega las víctimas (y el dolor de sus cercanos) para justificar la “libertad” de actuar sin importar más que el interés individual.
La movilización del #29M y las que pueden darse en los próximos meses no son un mero pedido de políticas para paliar la crisis, sino que es una dura crítica a un modelo de gestión estatal particular que se basa en la inacción frente a las demandas de la población, en el “dejar hacer” al mercado aunque eso conlleve la caída de las condiciones de vida del pueblo y en no cumplir el rol central que deberían tener los gobiernos: trabajar para garantizar una vida con ciertos estándares de satisfacción.