El desarrollo de las fuerzas productivas a nivel mundial, y por tanto, el proceso de concentración de su propiedad, colocan al país en una encrucijada marcada por la disputa en torno a sus recursos naturales.
El auxilio de los organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial no responde a otro interés más que al sostenimiento de políticas que propicien condiciones lucrativas para la explotación del petróleo, el gas, los granos y el litio que anidan en el territorio nacional.
Mientras los grandes fondos de inversión resguardan sus activos en bolsas y commodities, los Estados intentan disimular la fuga de capitales bajo el relato de una supuesta llegada de inversiones estratégicas que traerían desarrollo y empleo.
Sin embargo, entre las mencionadas condiciones se incluye la necesidad de ajustar cada vez más el costo del trabajo que posibilita la reproducción del proceso de valorización.
Ante ello, una concepción estratégica de poder nos obliga a ver más allá de la socavada institucionalidad de la política nacional, y dirigir la mirada a un escenario internacional, cuya belicosidad indica una crisis interna de las fuerzas dirigentes por el control de estos recursos.
De allí, y no al revés, se desprende la única posibilidad de hacer del contexto adverso una oportunidad.
Por tanto, si el horizonte de nuestra iniciativa no apunta hacia la propiedad de lo que está realmente en juego, nuestro techo volverá a ser la ocupación de cargos de gobierno devaluados y condicionados nuevamente por la azarosa excusa de “las correlaciones de fuerza desfavorables”.
