Opinión por Tomás Silvano, estudiante de Ciencia Política de la UNVM.
El domingo 4 de julio, Chile inició el recorrido para la sanción de una nueva Constitución que suplante la heredada del pinochetismo. 155 miembros distribuidos de forma paritaria entre mujeres y hombres, junto con la presencia de 17 escaños destinados a los pueblos originarios, conformarán la Convención Constituyente que dará nacimiento al nuevo texto constitucional.
Tras unas elecciones marcadas por la emergencia de candidatos independientes ligados a los sectores de la izquierda y la centro-izquierda, y por la pérdida de confianza a los partidos tradicionales (principalmente a los partidos conservadores), Chile buscará hacer historia dejando atrás los vestigios de la dictadura neoliberal de Pinochet y la pasividad de los gobiernos en los últimos 30 años.
Luego de las movilizaciones en 2019 que sacudieron el tablero político chileno, los sectores progresistas, feministas, y defensores de los derechos de los pueblos originarios lograron ponerse al frente de la construcción de la nueva Constitución. Lo que queda demostrado, en cierta manera, con la designación de Elisa Loncón como Presidenta de la Convención. Una intelectual, doctora en humanidades, representante del pueblo mapuche apoyada por la bancada del Frente Amplio, del colectivo socialista y parte de la Lista del Pueblo.
El fantasma del pinochetismo en la democracia chilena
Hay algo que caracteriza a la política latinoamericana contemporánea: el peso de los procesos dictatoriales en la institucionalidad y en la construcción de las identidades políticas de nuestros pueblos. Es que las dictaduras de los ‘70-’80 en Latinoamérica generaron grandes impactos en nuestras estructuras económico-sociales y la formación de nuestros sistemas políticos. Las políticas económicas neoliberales (luego ampliadas por gobiernos democráticos), junto con el “disciplinamiento” político (represión, asesinatos, desapariciones), influyeron en las especificidades de nuestros Estados.
El caso chileno no sólo no es una excepción, sino que es paradigmático en cierto sentido, y los fantasmas del pinochetismo aún recorren los pasillos de las instituciones políticas del país vecino.
17 años duró la dictadura de Augusto Pinochet. Quien, luego de derrocar a Salvador Allente en 1973, gobernó con mano de hierro al país andino. El gobierno del dictador implicó cerca de 40.000 víctimas, dentro de las cuales se encuentran cerca de 3.000 desaparecidos y asesinados, y la imposición de un modelo neoliberal que dio lugar a lo que ciertos economistas llamaron “el milagro chileno”.
En 1988 se realizó el plebiscito donde la ciudadanía chilena le dijo “No!” a la continuidad de Pinochet en el poder, en 1989 se dieron las primeras elecciones democráticas y en 1990 asumirá la Presidencia el líder del Partido Demócrata Cristiano y candidato de la “Concertación por la Democracia”, Patricio Aylwin, marcando el camino de un largo periodo de gobiernos de la coalición integrada por partidos de centro y centro-izquierda.
La transición democrática en Chile ha sido catalogada como una de las de mayor éxito en todo el continente, pero debemos tomar esto con pinzas. Lo cierto es que la transición implicó serias concesiones a la posición pro-dictatorial, lo que se traduce en la mantención de gran parte de las políticas económicas de la dictadura y en la impunidad de los genocidas (Pinochet fue designado senador vitalicio en 1998 y murió en 2006 sin ser juzgado).
La herencia pinochetista es fuerte: las privatizaciones de los servicios básicos y las políticas neoliberales que a priori dieron lugar al crecimiento económico de Chile (el milagro) trajeron aparejada la construcción de una estructura económica sumamente desigual. Y la Constitución aprobada en 1980 durante el gobierno dictatorial ha configurado la estructura institucional del Estado chileno hasta el día de hoy.
La cara de un Chile invisibilizado
El Siglo XXI vino de la mano de protestas frente a las políticas aplicadas por los diversos gobiernos. En 2006 la “Revolución Pingüina”, liderada por estudiantes secundarios, alzó la voz frente a la mercantilización del sistema educativo; lo mismo ocurrió en 2011, cuando los estudiantes universitarios entraron en protesta. Más allá de las particularidades de cada hecho, existía una cosa cierta: no había un consenso unánime respecto al camino chileno.
En 2019, esa estructura heredada del pinochetismo se terminó de quebrar. Lo que comenzó siendo una protesta contra la suba del precio del transporte público, rápidamente se convirtió en la movilización de la sociedad chilena contra la desigualdad estructural y la pasividad de los diversos gobiernos. Emergió un Chile invisibilizado frente al modelo desigual sobre el cual se asienta la economía y las instituciones del país.
Tras el estallido social (fuertemente reprimido por el gobierno de Sebastián Piñera), desde diversos espacios políticos comprendieron la necesidad de generar cambios en la Constitución chilena para romper los vínculos con aquella generada durante la dictadura.
En mayo de 2021 se dieron las elecciones para los integrantes de la Convención Constituyente, los resultados fueron contundentes: las fuerzas conservadoras no alcanzaron el tercio de los representantes (“Vamos por Chile”, la coalición del gobierno de Piñera, sólo alcanzó el 20,56% de los votos, traducido en 37 bancas), la lista del “Apruebo” (centro-izquierda) alcanzó 25 escaños, la lista de “Apruebo Dignidad” (izquierda) alcanzó 28 escaños, y las listas independientes tomadas en conjunto (principalmente de izquierda) fueron la fuerza mayoritaria.
Los sectores de la izquierda y la centro izquierda superaron ampliamente a las fuerzas conservadoras. Y la política tradicional (los partidos tradicionales de derecha y de izquierda) perdió terreno frente a la emergencia de nuevos espacios políticos que representaban mejor esa voz de protesta.
El domingo 4 de julio se logró conformar la Convención Constituyente: 17 escaños para los Pueblos originarios, una distribución equitativa entre mujeres y hombres, una derecha arrinconada y una izquierda que se hizo fuerte incluso frente a las fuerzas de la centro-izquierda.
La designación de Elisa Loncón también es un hecho a remarcar, demuestra el peso de los sectores invisibilizados durante años en la estructura chilena: los pueblos originarios, las mujeres, los sectores ambientalistas, aquellos que quedaron por fuera de la democratización.
Loncón inició su discurso hablando en mapudungún y recalcó la necesidad de refundar Chile respetando la autodeterminación de los pueblos originarios, la plurinacionalidad, los derechos de las mujeres, y los derechos ambientales.
Pero no todo fue alegría, lo cierto es que mientras en la Convención se celebraba la democracia, en las calles reinaba la tensión entre carabineros y manifestantes de la izquierda. Un hecho remarcado por la Presidenta de la Convención quien declaró que no se podía “estar tranquilos si afuera hay represión”, una crítica dura a un modelo político dominante en Chile caracterizado por el uso excesivo de las fuerzas de seguridad.
Tras años de continuidad de una estructura desigual basada en la marginación de ciertos sectores de la sociedad, el pueblo chileno salió a las calles. A la crisis social y política le siguió el acuerdo político para buscar transformaciones, momento aprovechado por esos sectores invisibilizados y marginados, quienes lograron ponerse al frente.
La voz de un pueblo cansado fue escuchada, y hoy Chile vive la posibilidad real de romper los vínculos con ese pasado dictatorial y con un presente pasivo ante la desigualdad.
Si bien el mero cambio institucional no se traduce automáticamente en una reconversión de las características de la sociedad chilena (cambiar la Constitución no necesariamente implica transformar la realidad de forma inmediata), ha nacido en los chilenos y chilenas la esperanza de hacer historia y refundar Chile en base al respeto a los derechos de las mujeres, los pueblos originarios, el medio ambiente, y todos aquellos sectores que históricamente han estado silenciados.