Lo que conocemos como jornada laboral es una realidad relativamente reciente en la historia. En las sociedades pre-capitalistas, al regir un sistema esclavista, los propietarios disponían de la fuerza de trabajo las 24 horas del día.
En los albores del capitalismo las clases dominantes emergentes prescindieron de ello y liberaron la fuerza de trabajo con el objetivo de aumentar la productividad y desarrollar exponencialmente el comercio y la industria.
Con ello, ya no mantendrían exclusivamente a los trabajadores y reducirían costos fundamentales para su desarrollo. Así es como surge lo que conocemos como jornada de trabajo, donde la gran mayoría de la humanidad acuden a un centro laboral por una determinada cantidad de tiempo a cambio de una retribución en dinero.
Con el paso del tiempo, se fueron estableciendo disminuciones en los marcos que regulaban dicha jornada, pasando de 14, 12, 10, llegando hasta las 8 horas actuales. Ese proceso sólo fue posible con feroces luchas emprendidas por la clase trabajadora, como la de los conocidos Mártires de Chicago. Llegando al día de hoy con el resurgimiento de una consigna histórica de los trabajadores de todo el mundo: la reducción de la jornada laboral a 6 horas.
Actualmente, los distintos actores políticos, sindicales, de gobierno e incluso referentes económicos impulsan la discusión promoviendo nuevos marcos regulatorios. Los proyectos de ley presentados en Argentina, como en otras partes del mundo, plantean reducir la jornada a 40hs, además del límite diario a 6hs. Estos, canalizados de forma institucional poco impactan en mejoras para el trabajo.
Otras posiciones se presentan de forma favorable respecto a la reducción de la jornada bajo preceptos de disminución del salario. Esto cumple una importante función en las crisis del sistema: reducción de costos, aumentos de la productividad y ampliación de la fuerza laboral al mercado.
El poder de los sectores dominantes, en su afán de mayores márgenes de ganancia, lidera las iniciativas para mantenerse como los dueños de todo, entre las que figuran estas concesiones. Y emergen en la escena política con una falsa preocupación por el bienestar de sus trabajadores.
Así, los actores que lo impulsan, buscan beneficiarse sin otorgar mejoras significativas y distrayendo al pueblo con dádivas que no alteran la relación asimétrica entre los propietarios y los vendedores de nuestra fuerza de trabajo.
Sólo con la lucha del pueblo y su organización será posible desplegar la fuerza necesaria para terminar de raíz con la explotación laboral a la que nos vemos sometidos. Recuperando el valor del trabajo, ejecutado por nuestras propias manos, podremos dejar de ser una variable más en los balances de productividad del capital.