El 14 de julio se cumplió un nuevo aniversario de la toma de La Bastilla, suceso que alude a la Revolución Francesa, la pueblada que inauguró una nueva etapa de la historia.
Los últimos años del siglo XVIII fueron testigos de una importante crisis del régimen social que detentaba el poder representado en las manos de la aristocracia. Ésta se reflejó en álgidas revueltas que se sucedieron en Estados Unidos (1776-1783), Irlanda (1782-1784), Holanda (1783-1787) y en Bélgica (1787-1890), entre otras.
El sistema económico que determinaba la estructura social de la época era el feudalismo, donde la producción estaba determinada principalmente por la explotación agrícola de grandes extensiones de tierra, propiedad de la nobleza, en manos de los “siervos”, la clase campesina que se encontraba sometida al labrado de la tierra para el pago de tributos a los nobles y el diezmo (una décima parte de los frutos de su trabajo) al clero, la otra clase privilegiada que representaba el poder de la Iglesia. El clero y la nobleza representaban en su conjunto tan solo el 3% de la población.
A su vez, había un creciente grupo social conformado por no pertenecer a ninguno de los estratos anteriores: artesanos, mercaderes y profesionales, que habitaban los “burgos”, unas pequeñas aldeas urbanas situadas por fuera de los dominios de los señores feudales, en donde se anidaba el ascenso de nueva clase hegemónica.
Al calor de un notable crecimiento demográfico y un incipiente desarrollo industrial se fue forjando en estos últimos ideas vinculadas al progreso económico y social con base en el racionalismo, el conocimiento humano y la civilización. El llamado pensamiento ilustrado representó así el ideario que buscaba liberarse de las trabas que suponían las jerarquías predeterminadas por las antiguas instituciones irracionales.
Pero el contexto que posibilitó la implosión de la revolución fue el que encontró a Francia, una potencia representante del absolutismo aristocrático, sumida en una crisis a raíz de su costosa participación en el conflicto bélico de la independencia de Estados Unidos y una seguidilla de malas cosechas que agravó el empobrecimiento de los campesinos y trabajadores.
Ya contra las cuerdas, la negativa de los nobles a comenzar a pagar impuestos obligó al rey Luis XVI, el 5 de mayo de 1789, al llamamiento de los Estados Generales para afrontar la crisis económica, una asamblea extraordinaria cuya última convocatoria se dió en 1614.
Dicha asamblea contaba con la representación de todos los estamentos sociales: el clero (primer estado), la nobleza (segundo estado) y el pueblo (tercer estado). Los desacuerdos a la hora de definir un sistema de votación llevaron a los representantes del tercer estado a declarar la Asamblea Nacional, que se propuso, junto a algunos miembros disidentes de la nobleza y el bajo clero, la redacción de una nueva constitución.
La inestabilidad política, reflejada en la decisión de Luis XVI de destituir a Jacques Necker, ministro de Finanzas; y la inestabilidad social, que llevó al pueblo de la ciudad de París al saqueo de tiendas y almacenes ante la situación de hambre y malestar; impulsaron a las clases representadas por la Asamblea Nacional a la conformación de guarniciones militares con el objetivo de restaurar el orden.
Con el propósito de proveer de armamento a la llamada Guardia Nacional, una masiva movilización se dirigió a la Bastilla, una prisión del Estado símbolo del absolutismo y la arbitrariedad monárquica, tomándola por asalto.
La insurrección extendió la llama de la revolución por todas las ciudades y campos de Francia, donde el pueblo organizó sus gobiernos y sus milicias locales, e impulsó a la Asamblea Nacional hacia la abolición del feudalismo y la monarquía.
La profundidad y la repercusión que alcanzó este proceso en Francia se extendió por el mundo y adquirió un carácter universal. La revolución francesa no es recordada por la exaltación de unos próceres coyunturales, sino por la nitidez que adquirió la unidad de un grupo social para la conducción de un proceso de fuerzas que alcanzó un carácter revolucionario y se subordinó bajo la emergencia de la burguesía como el sujeto social que determinaría el comienzo del capitalismo.