Si hay algo que llama la atención de quienes habitamos este mundo en este momento y conocemos por lo menos una mínima parte acerca del conocimiento humano sobre el funcionamiento del cuerpo del mismo, es el casi completo olvido de parte del estado, los medios de comunicación, los profesionales e intelectuales orgánicos y la sociedad en general del papel crucial del sistema inmune.
Este olvido –el cual no es para nada casual- dispara preguntas tan básicas como las siguientes: si existe un consenso científico acerca de que el sistema inmunológico de los seres vivos es el arma biológica más efectiva para defendernos de los diversos patógenos endógenos y exógenos (bacterias, virus, hongos, etc.), ¿por qué no ocupa éste un lugar protagónico en el debate y las políticas públicas vinculadas a la actual sindemia –concepto reciente que define la necesaria sinergia entre la gravedad del virus y el estado de salud del huésped-?; si existe un logrado y extenso conocimiento acerca de cuáles son los procesos a través de los cuales los humanos podemos optimizar o debilitar nuestra inmunidad (por esto digo que el olvido no puede ser casual), ¿por qué las medidas “sanitarias” tomadas hasta el momento casi al unísono a nivel global conducen a lo segundo, es decir, a disminuir nuestra capacidad innata y adquirida para defendernos de virus como el actual?
Si hoy en día todo gira en torno al coronavirus –en la agenda pública global, en los medios de comunicación, las reuniones familiares, las relaciones sociales, etc.- y sabemos que este patógeno afecta de manera grave casi con exclusividad a las personas debilitadas inmunológicamente –ya sea producto del envejecimiento, de enfermedades crónicas, de un déficit de micronutrientes, de exceso de toxinas, etc.-, es inadmisible que no ocupe un papel principal la cuestión de cómo fortalecer nuestras defensas.
Como mencioné anteriormente, sabemos en gran medida cuáles son los mecanismos a través de los cuales podemos lograr este fortalecimiento, entre ellos se encuentran una dieta adecuada –tanto cuantitativa como cualitativamente- principalmente baja o nula en azúcares y alimentos pro-inflamatorios y alta en alimentos anti-inflamatorios y ricos en micronutrientes; la exposición al sol para lograr adecuadas cantidades de vitamina D en nuestro organismo; la actividad física frecuente; un buen ritmo circadiano respetando la relación día-noche; la suplementación con distintas vitaminas y minerales que fortalecen nuestro sistema inmune; la socialización con otros seres humanos, etc.
Dicho esto, haciendo una simple revisión hacia lo que fue el transcurso de la sindemia y las medidas políticas correspondientes puede uno darse cuenta de que las principales decisiones en torno a la misma no hicieron/hacen significativamente otra cosa que favorecer al debilitamiento de la inmunidad humana. El encierro en los hogares –con su obvio resultado de la no exposición al sol y la no socialización real (la cual está relacionada con un bienestar general de la salud siempre y cuando sean relaciones sanas)-, el cese de las actividades deportivas conduciendo al sedentarismo, el miedo propagado a través del discurso oficial, la consecuente ruptura del ritmo circadiano (viviendo de noche y durmiendo de día), el estrés –y otros mecanismos psicológicos- producto del deterioro económico, etc. configuran una serie de medidas que sólo implican la no circulación del virus –que tampoco se logró-, lo cual deriva de y en un tratamiento muy parcial de la sindemia, sin tener en cuenta lo contraproducente que es todo esto para la salud humana.
Tanto es así que si alguien preguntase qué se debe hacer para debilitar el sistema inmunológico podría respondérsele con la lista de decisiones mencionadas en el párrafo anterior. En este sentido, podría afirmarse que más que un olvido del sistema inmune lo que estamos presenciando es un crítico ataque al mismo –el cual no es nuevo- al no hablarse de él y al mismo tiempo debilitándolo de manera práctica.
Este planteo no tiene su génesis en el hecho de que quien escribe tenga una verdad iluminada que sólo él conoce y viene a ofrecérsela a un mundo que no sabe nada sobre esto. En primer lugar, hay gente muy capaz –entre ellos investigadores, científicos, cientistas sociales, etc.- que están planteando cuestiones similares, pero para ellos no hay lugar en los medios de comunicación ni en las mesas de decisión político-sanitarias. Por lo tanto, es mentira que no hay más remedio que las restricciones a la circulación o al contacto estrecho, sólo que las voces que proponen otras medidas –contrarias o complementarias- están silenciadas. En segundo lugar, cuesta mucho creer que los sectores dominantes que toman este tipo de decisiones no conozcan sobre el rol del sistema inmune y los factores que lo fortalecen o lo debilitan.
De esto último se desprende la conclusión de que el hecho de no invertir en investigaciones de este tipo, de no actuar de manera preventiva por ejemplo a partir de una suplementación masiva de vitaminas y minerales (vitamina C y D, zinc, selenio, etc.) para la población susceptible, de no promover debates entre voces diversas y una larga lista de etcéteras, no son otra cosa que decisiones políticas, llevadas a cabo por personas de carne y hueso.
En este sentido, el desafío es profundizar y seguir buscando los puntos neurálgicos del problema, reconocer quiénes son los distintos ejecutores del daño y hacernos cargo como sociedad de nuestro destino, ejercitando el pensamiento crítico y complejo y manifestando políticamente nuestros deseos.
Opinión por Tomás Gasparrini.