La tensión en la frontera ruso-ucraniana ha crecido en las últimas semanas. El miércoles pasado las tropas rusas ingresaron en el territorio de Ucrania dejando un saldo de 240 civiles asesinados.
Como ya hemos adelantado en entregas anteriores, desde finales del 2021 la frontera ruso-ucraniana se ha convertido en un escenario de tensiones, inestabilidad y especulaciones respecto a la seguridad del este europeo y de la Federación Rusa.
A partir de noviembre de 2021, Rusia desplegó más de 120.000 soldados en la frontera con Ucrania, a esto se le sumaron ejercicios militares en la península de Crimea (anexada a Rusia tras el conflicto de 2014) y envíos de tropas hacia Bielorrusia, el gran aliado del Kremlin en Europa.
Hace unas semanas, Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, descartó el envío de tropas al territorio ucraniano en caso de que el conflicto escalara, aludiendo a que “Ucrania no es un aliado de la OTAN” y la “garantía de seguridad al 100 por ciento de que un ataque sobre un aliado generará una respuesta de toda la Alianza” no se aplica a Kiev.
A pesar de estas declaraciones, los países de la alianza militar no permanecieron como meros espectadores, sino que desplegaron diversas estrategias para responder a la movilización rusa. EE.UU. envió tropas a los países de Europa del este y confirmó el apoyo ante un conflicto que pusiera en peligro la seguridad de sus aliados. De igual manera países como España, Francia, Dinamarca y Países Bajos entre otros, han enviado tropas, aviones de combate y buques para reforzar las fuerzas navales de la OTAN en países como Lituania, Bulgaria y Rumania.
El conflicto en el Donbáss entre el movimiento independentista (pro-ruso) y el ejército ucraniano, que lleva 8 años de continuidad, alcanzó el punto crítico cuando, luego de ataques del gobierno de Ucrania a un pueblo de la región de Lugansk, el gobierno de Vladimir Putin decide reconocer la independencia de la República Popular de Donetsk y la República Popular de Lugansk.
Pero quizá el día clave haya sido el 24 de febrero, cuando el presidente de Rusia anunció el inicio de “operaciones militares especiales”, que se tradujeron en bombardeos y la posterior invasión terrestre que se expandió hasta la capital Kiev.
Frente al avance ruso sobre el territorio ucraniano, el presidente Volodímir Zelenski ha solicitado apoyo a sus “aliados occidentales”, solicitud no respondida de forma inmediata, lo que ha dado lugar a la sensación de soledad en la cúpula política del país.
En medio del conflicto, las potencias occidentales han intentado generar presiones sobre Rusia para poner fin a la invasión. Entre las medidas iniciadas por los países de la OTAN y sus aliados debemos destacar, por un lado, el intento de excluir a la Federación Rusa del sistema SWIFT lo que implicaría la exclusión de determinados bancos rusos del sistema interbancario (medida anunciada el sábado 26). Y, por otro, el proyecto de resolución iniciado por Albania y EE.UU. en el Consejo de Seguridad para el “cese inmediato del uso de la fuerza contra Ucrania”. Cabe aclarar que dicho proyecto, apoyado por 11 países miembros del Consejo de Seguridad (China, India y Emiratos Árabes Unidos se abstuvieron), fue vetado por la propia Rusia.
La “guerra inminente” y la invasión.
Desde el inicio de la crisis fronteriza se dieron múltiples lecturas respecto a la situación. Podemos agruparlas en dos grandes vertientes. Por un lado quienes entendían que la posibilidad de la invasión rusa era real, el movimiento de tropas por parte de Rusia (y la respuesta de la OTAN) eran el preludio de un conflicto armado. Una posición apoyada en la guerra de Crimea de 2014, donde Rusia efectivamente invadió la península del sur de Ucrania, y por otro lado el apoyo ruso a los movimientos separatistas del este ucraniano.
Y por el otro lado, quienes comprendían que la amenaza rusa, el aumento de las tropas en la frontera, no suponía el inicio de un conflicto abierto sino que era un intento ruso de sentarse junto a la OTAN para lograr concesiones en el plano regional e internacional.
Lo cierto es que Rusia ha pretendido volver a proyectarse en el plano global y regional a lo largo de la última década, ha fortalecido su posición y ha intentado hacer valer la misma en este conflicto con un objetivo claro: evitar el ingreso de Ucrania a la OTAN, lo que supondría la presencia militar de la alianza estratégica en un país limítrofe y el cierre de un “cerco anti-ruso” frente a toda la frontera rusa.
Intereses de fondo
En cuanto a los intereses que están en juego, los hilos que mueven las acciones de cada parte, podemos observar un par de elementos clave.
El primer elemento es algo básico para el desarrollo económico (y de la vida cotidiana) en Europa: el gas. Europa importa el 90% del gas que consume y es, prácticamente, dependiente de la producción rusa, entre el 37% y el 41% del gas importado en el viejo continente proviene de Rusia. Éste, a su vez, es el país con la mayor reserva de gas del mundo y el 85% de sus reservas de gas son vendidas a la Unión Europea. Ucrania es una tercera pata en este tema ya que el 3,8% de su PIB viene de lo que cobra a Rusia por el tránsito de gas hacia Europa. La cuestión gasífera marca las negociaciones, Europa depende del gas ruso (principalmente en el duro invierno europeo), pero países como Alemania también utilizan la carta de la renuncia al proyecto del gasoducto Nord Stream 2 como forma de presión.
Esta variable es sumamente relevante para las negociaciones, siendo uno de los principales elementos para presionar a la otra parte (la OTAN propone una suspensión de determinados acuerdos con Rusia, a su vez ésta tiene la carta del “cierre de la llave” que implicaría desabastecimiento de gas en Europa). En este marco, EE.UU. ha impulsado en las últimas semanas un llamado a países aliados para el abastecimiento del mercado gasífero de Europa, mercado en donde también tiene interés de dominar el país del norte.
El segundo elemento se vincula a una cuestión de la política regional: la posibilidad del ingreso de Ucrania a la OTAN supone el cierre de un cerco político y militar propuesto por la alianza hacia Rusia. Desde 1997 la OTAN ha incorporado diversos países del este europeo, que habían tenido una fuerte vinculación con el bloque soviético hasta la desaparición de la URSS. La anexión de Lituania, Letonia, Estonia y Polonia, sumado a la posible entrada de Ucrania y Georgia, implicaría un escenario desfavorable para el intento ruso de expandir su poder regional.
Rusia considera que su seguridad nacional depende de mantener las fronteras de sus rivales lo más lejos posible de su territorio. Para ello utiliza “Estados tapón”, como Bielorrusia, pero la anexión de los países del este europeo a la OTAN supone un quiebre de esa estrategia.
Un tercer factor es el intento de Rusia de volver a presentarse como un actor clave en la escena mundial, una voluntad (acompañada con recursos y relaciones con otros Estados) que permite considerar a la Federación Rusa como una “potencia re-emergente”. La presión militar obliga a la OTAN, como hemos planteado antes, a reconocer a Rusia como interlocutor y sentarse en una misma mesa, como pares, para negociar.
Estos elementos propios de la política internacional, se suman a cuestiones internas en Ucrania: la existencia de ciertas ligaduras entre el pueblo ruso y el ucraniano (Putin plantea que el pueblo ucraniano es el mismo que el ruso, y amplios sectores del este ucraniano comparten fuertes vínculos culturales, étnicos y lingüísticos con Rusia), la presencia desde el 2014 de fuerzas separatistas en el Donbass (dos regiones se declararon independientes), la fuerza de los movimientos anti-ruso/pro-europeos, etc.
Todas estas variables complejizan el escenario, por lo que será necesario seguir día a día (u hora a hora) el conflicto. Quizá el más importante en términos militares y políticos en suelo europeo desde hace décadas.